Familia, tradición y herencia traumática

Mayo 13, 2025

En el imaginario colectivo, la familia tradicional aparece como el núcleo protector, el primer refugio del niño frente al mundo. Su estampa de estabilidad, amor y pertenencia ha sido, durante siglos, incuestionable. Sin embargo, bajo esta imagen idealizada se oculta una maquinaria psíquica que, muchas veces, ha funcionado como generadora de dolor, represión y trauma. Claudio Naranjo, psiquiatra y maestro de la transformación interior, señaló que la familia —lejos de ser solamente un nido de amor— puede convertirse en un dispositivo de domesticación del ser, de castración de la espontaneidad y de transmisión de un legado neurótico intergeneracional.

En este ensayo, propondremos una crítica acotada a la estructura familiar tradicional como generadora de traumas infantiles. Sostendremos que su organización jerárquica, basada en roles rígidos, represión emocional, corporal y obediencia ciega, ha sido históricamente disfuncional para el desarrollo de una psique sana. Para ello, integraremos aportes de la psicología del desarrollo, la neurociencia del trauma, la sociología crítica y la psicoterapia humanista. La mirada será a la vez compasiva y radical: compasiva con quienes han sido moldeados por esta estructura, y radical en la necesidad de repensar profundamente el modo en que criamos, amamos y acompañamos a nuestros hijos.

2. La familia tradicional: estructura y funciones

La familia tradicional occidental, especialmente en su configuración moderna post-industrial -1700 en adelante-, se b asa en una forma nuclear, heteronormada y evidentemente patriarcal: un padre proveedor, una madre cuidadora, y uno o varios hijos subordinados, donde la obediencia prima.

Esta organización, más que ser “natural”, es un producto histórico y político. Tal como afirma el sociólogo Pierre Bourdieu, la familia ha funcionado como un espacio de reproducción simbólica del poder, donde se transmiten no solo valores, sino también jerarquías, desigualdades y roles fijos.

Desde la perspectiva de Michel Foucault -filósofo francés que dedicó buena parte de sus estudios a la construcción y tránsito de las relaciones de poder-, la familia es parte de un entramado disciplinario más amplio: una microinstitución en la que se ensayan y legitiman formas de control, castigo y normatividad.

 El niño, en este escenario, no es un sujeto pleno, sino un ser por domesticar. El mandato implícito es claro: adaptarse, obedecer, reprimir lo inadecuado. Como dice Foucault en Vigilar y castigar, una de sus obras emblemáticas, el poder no se ejerce solo desde arriba, sino que se encarna en los cuerpos y se reproduce a través de los afectos. Así, la familia tradicional puede ser vista como una escuela de sumisión emocional.

Jessica Benjamin, desde el psicoanálisis feminista, señala que la estructura patriarcal genera una escisión psíquica en el niño: lo masculino es asociado al poder y a la acción; lo femenino, a la pasividad y al cuidado. Esta dicotomía no solo restringe la experiencia emocional de los niños, sino que refuerza una lógica de dominación donde el amor se condiciona a la obediencia, y la expresión emocional libre es penalizada.


3. Infancia traumatizada: consecuencias psíquicas y emocionales

El trauma infantil no es solamente el resultado de eventos extremos o violentos, sino también de experiencias prolongadas de desconexión, represión emocional y negligencia afectiva. El psiquiatra Bessel van der Kolk, en su obra El cuerpo lleva la cuenta, demuestra cómo las experiencias tempranas de estrés emocional —incluso en ausencia de abuso físico— pueden alterar profundamente la arquitectura cerebral del niño. El sistema límbico, responsable de las emociones, y el eje hipotálamo-hipófiso-adrenal, vinculado a la respuesta al estrés, se ven profundamente afectados por un entorno familiar hostil, frío o incoherente.

Una de las investigaciones más contundentes al respecto es el estudio ACEs (Adverse Childhood Experiences Study), que evidenció cómo factores como la violencia doméstica, el alcoholismo parental, la invalidez emocional o la separación de los padres están correlacionados con altos niveles de depresión, ansiedad, adicciones, enfermedades crónicas y suicidio en la adultez. Es decir, el cuerpo y la mente de un adulto llevan las marcas invisibles de su infancia.

Claudio Naranjo, con una visión más existencial y espiritual, sostiene que la familia tradicional —en su afán de formar al niño según ideales culturales— genera “carencias del ser”. En su diagnóstico, hemos aprendido a ser funcionales, pero no a ser verdaderos. Esta desconexión interna, esta represión de la espontaneidad, genera un vacío existencial que se disfraza de neurosis, de angustia crónica o de relaciones afectivas disfuncionales. El niño interior herido —no escuchado, no validado, no amado por lo que es, en tanto que nunca lo descubre — crece buscando reparación en el mundo exterior, perpetuando el ciclo del dolor.


4. Silencios, mandatos y represión: mecanismos de transmisión del trauma

El trauma infantil no se transmite solo a través de actos explícitos, sino también mediante silencios, mandatos implícitos y dinámicas familiares no verbalizadas. Uno de los mecanismos más potentes de esta transmisión es la represión emocional: en muchas familias tradicionales, llorar, enojarse, dudar o tener miedo eran considerados signos de debilidad o desobediencia. Así, el niño aprende a no sentir o, peor aún, a sentirse culpable por sentir.

El mandato de “portarse bien” o “no hacer escándalo” está cargado de violencia simbólica. Como afirma Alice Miller, en El drama del niño dotado, el niño que intuye que sus emociones no serán aceptadas, desarrolla una falsa personalidad adaptativa, sacrificando su autenticidad para ser amado. Esta escisión entre el yo real y el yo adaptado es la raíz de muchas formas de sufrimiento adulto.

Desde la psicología transpersonal, se ha explorado cómo estas heridas tempranas se mantienen latentes en la psique, muchas veces como núcleos de vergüenza, miedo o desconexión. La Gestalt, como enfoque terapéutico, apunta precisamente a reconectar con esas partes alienadas del ser. La represión del cuerpo, la sexualidad, el juego o la creatividad no son hechos aislados: forman parte de una estructura familiar que privilegia el control sobre el vínculo, la norma sobre el afecto.

Estudios sobre trauma intergeneracional —como los de Rachel Yehuda sobre descendientes de sobrevivientes del Holocausto— han demostrado que el trauma no solo se transmite psicológicamente, sino incluso biológicamente, a través de la epigenética. Esto confirma que el dolor familiar no resuelto se hereda, se repite, y solo puede ser interrumpido mediante procesos conscientes de sanación.

5. Hacia una nueva forma de familia y crianza

Frente a este panorama, urge pensar nuevas formas de convivencia familiar. No se trata de abolir la familia, sino de resignificarla. Una familia no debe ser un campo de adiestramiento, sino un espacio de amor incondicional, de validación emocional y de libertad interior. Padres y madres conscientes, presentes y en proceso terapéutico pueden romper el ciclo del trauma, transformando el legado del dolor en una oportunidad de evolución.

Modelos como la parentalidad respetuosa, el apego seguro, la comunicación no violenta y la crianza consciente ofrecen caminos concretos. Daniel Siegel, neuropsiquiatra infantil, propone el concepto de mindful parenting: una forma de criar desde la presencia, la empatía y la sintonía emocional. En vez de disciplinar mediante el castigo, se busca comprender el mundo interno del niño y acompañarlo en su regulación emocional.

Claudio Naranjo, en su legado como terapeuta y psiquiatra, insistió en que la transformación social solo es posible desde la transformación personal. Para él, sanar el mundo pasaba por sanar la familia, y sanar la familia implicaba enfrentar nuestras propias heridas infantiles. La verdadera revolución no es ideológica, sino afectiva: es el paso del poder al cuidado, del mandato al diálogo, del miedo al amor.

La familia tradicional, en su forma patriarcal y jerárquica, ha sido responsable de múltiples heridas infantiles que siguen resonando en la vida adulta. A pesar de su valor simbólico como espacio de pertenencia, su estructura ha favorecido la represión emocional, la obediencia acrítica y la perpetuación del trauma. Los estudios en neurociencia, psicología del desarrollo y trauma complejo coinciden en que la infancia es el terreno donde se siembran muchas de nuestras angustias futuras.

Como planteaba Claudio Naranjo, solo un cambio profundo en la conciencia familiar —y en la educación emocional de padres e hijos— podrá permitirnos salir del ciclo repetitivo del sufrimiento. El niño que fuimos espera todavía ser escuchado, sostenido y amado. No podemos cambiar nuestra infancia, pero sí podemos cambiar la forma en que criamos y nos vinculamos. Tal vez, en ese acto de amor consciente, nazca una nueva humanidad urgente.

¿Qué ocurre cuando el primer lugar que debería enseñarnos a amar se convierte, sin quererlo, en nuestra primera escuela de dolor? La familia tradicional, ese altar intocable de la sociedad, es también el escenario donde aprendemos a confundir control con protección, sumisión con respeto, y sufrimiento con lealtad. Hacemos la sensible invitación a cuestionar lo que damos por sentado en este ámbito: “La familia no es el problema, sino la manera en que hemos aprendido a habitarla”.

Este ensayo no es un ataque a la familia, sino una exploración honesta de sus sombras. No necesitamos estadísticas para saber que algo falla cuando tantos adultos arrastran heridas que llevan el nombre de “madre” o “padre”. Hablamos desde la experiencia íntima, esa que duele al reconocerse en el silencio de una terapia, en los conflictos con los seres amados, en el miedo a repetir lo que jurábamos no repetir. Aquí, algunas reflexiones finales:

Decimos que el amor de padres a hijos es incondicional, pero ¿cuántos hemos sentido que debíamos ganárnoslo? Con cada “portarte bien”“no defraudes” o “sé el mejor”, aprendemos que el amor tiene cláusulas ocultas. Naranjo lo señaló con crudeza: “Amamos a nuestros hijos como nos amaron a nosotros: con condiciones”.

No es maldad, sino herencia. Padres que fueron hijos heridos repiten, sin saberlo, los mismos patrones. ¿Cómo romper este ciclo si ni siquiera nos damos cuenta de que existe? La familia tradicional no enseña a cuestionar; enseña a obedecer. Y en esa obediencia, perdemos algo esencial: la voz propia.

La tiranía de lo normal

¿Qué es “una familia normal”? ¿Acaso existe? La presión por encajar en el molde de lo socialmente aceptable nos obliga a esconder lo que no cabe en él: el hijo que no es lo suficientemente masculino, la hija que no es lo suficientemente sumisa, los padres que no saben cómo demostrar afecto sin exigir algo a cambio.

La normalidad es una trampa. Nos hace creer que el problema está en nosotros, no en el sistema. “Estás exagerando”“todas las familias son as픓agradece lo que tienes” — frases que silencian el dolor en nombre de una falsa armonía.

El lenguaje del cuerpo

El cuerpo nunca miente. Una espalda encorvada, un estómago en constante tensión, una risa que suena falsa incluso para uno mismo. Estas son las marcas de una educación que nos enseñó a desconfiar de nuestros instintos. Naranjo hablaba del cuerpo como un “mapa de cicatrices emocionales”. ¿Cuántas de ellas llevan el sello de frases como “no es para tanto” o “deja de llorar“?

El trauma no siempre grita; a menudo susurra. Se esconde en la manera en que nos relacionamos, en el miedo al abandono, en la dificultad para decir “no”. La familia, en su afán por prepararnos para el mundo, a veces nos desarma frente a él.

La soledad del niño interior

Hay una soledad particular en crecer sintiendo que nadie te ve realmente. Padres ocupados en sobrevivir, en cumplir expectativas, en seguir un guión que ni ellos eligieron. El niño aprende pronto que sus necesidades son secundarias, que ocupar espacio es un privilegio, no un derecho.

¿Qué pasa con ese niño cuando crece? Busca en otras relaciones lo que no recibió, repite dinámicas familiares en el trabajo, en la amistad, en el amor. O, peor aún, se convierte en otro eslabón de la cadena.

Hacia una nueva manera de amar: la familia como elección

Quizá el primer paso sea dejar de idealizar la familia. Amar a los padres no significa justificarlo todo. Extrañar el hogar no borra sus heridas. Reconocer esto no es ingratitud; es honestidad.

Naranjo proponía una “educación para la consciencia”, donde el autoconocimiento fuera la base de toda relación. ¿Y si en lugar de repetir, elegimos? ¿Si en lugar de heredar, creamos?

El perdón como liberación, no como deber

Perdonar no es decir “no pasó nada”. Es decir “pasó, y yo decido no llevarlo más”. El perdón verdadero no nace de la culpa, sino de la compasión — hacia los padres, que también fueron niños heridos, y hacia uno mismo, que merece soltar el peso de lo que nunca debió cargar.

Criticar la familia tradicional no es destruirla, insistimos, sino limpiarla de todo lo que la ha convertido en algo opresivo. Es devolverle su propósito original: ser un espacio donde el amor no duela, donde crecer no signifique encogerse, donde ser uno mismo no sea un acto de rebelión, sino de naturalidad.

Como escribió Naranjo: “Sanar la familia es sanar el mundo”. Y ese trabajo comienza en el silencio de nuestras propias heridas, en el valor de mirarlas de frente y decidir que, esta vez, la historia será diferente.

Equipo Neurocupa / Editor: Tomás V. Simon, periodista. Encargado de comunicaciones Neurocupa.

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